“Y acabada toda tentación, el diablo se alejó de Él hasta el tiempo oportuno…”
Lc. 4,13
-No me molesta, Cefás, en absoluto. Sé que para esto he venido al mundo, para dar consuelo al afligido, y libertad a los corazones- le responde al seguidor quien con tanto celo lo siguió en su vida terrenal, el pescador que después de abandonar hogar y familia, ahora era un revolucionario que peleaba por causas que no entendía.
Y es que Cefás, cuestionaba al Maestro cuánto tiempo más soportaría el acoso de la muchedumbre, en su mayoría gente oprimida por algún sistema político o religioso, que veían en el Señor, al prometido salvador que los libertaría de la desgracia.
-¿Cuándo nos dirás que tomemos las armas y acabemos con todo esto, mi Señor?
-Recuerda, Cefás. El que mata con espada a espada morirá- contestaba el dulce Instructor, y lo melodioso de sus palabras contrastaba con las miradas tristes de quienes lo habían dejado todo por seguirle, y decepcionados creían que con amor y perdón no se resuelven los males del mundo.
Pero Él también era de los oprimidos. Él también sabía lo que era mendigar por un pedazo de pan, y sobre todo lo que era dejar un pasado que con tanto esfuerzo se forjó para emprender una búsqueda interior, a través de innumerables desiertos…empezando por el que cada uno de nosotros tiene en su corazón.
Un encuentro, una salvación
Su nombre era María, como el de su madre, a quien hacía meses enteros que no veía. De tanto exponer su doctrina del amor, ésta logró sembrar en Él ese deseo de dar la vida por alguien, no sólo por los amigos como se le oía decir con frecuencia. Y esto sólo pudo acontecerle con María, oriunda del poblado denominado Magdala. El Señor tenía un carisma especial. Podía sentarse a la mesa con funcionarios, altos jerarcas de la Ley, pero también disfrutaba de los convivios realizados en su honor por gente que vivía al margen de la moralidad, como los ladrones, y mujeres que se ofrecían por unas cuantas monedas de cobre; lo que fuera con tal de subsistir una noche más. Y era María una de estas mujeres que habían secado su corazón, y que se negaban a generar amor en su persona.
-¿Cómo ves Maestro?, Moisés nos dice que mujeres como ésta no deben vivir entre nosotros, y la Ley nos manda apedrearlas. ¿No querrás ponerte en contra de la Ley o sí?- le instaban sus detractores, quienes apelando a la santa doctrina que los había formado como nación, eran el ejemplo vivo, de aquella comparación que más usaba el Maestro contra ellos, que eran lobos con piel de ovejas.
Sabía que sus palabras serían motivo suficiente como para dejar con vida a la mujer que yacía en medio de la multitud enfurecida. El Señor mantenía una estrecha relación con el creador, una relación que muchos tildaban de locura o de falta de razón, sin embargo, eran tan provechosos esos momentos de comunión consigo mismo, que su boca sólo profería verdades cuando salía del éxtasis.
-¿Qué haces, Maestro? Esperan tu respuesta- presionaba el más joven de sus seguidores, Iona, y el más temeroso de su séquito. No hubo contestación. El Señor miró el suelo, y empezó a mirar el polvo. ¡Ahí estaba la respuesta, siempre había estado ahí! La Ley era ahora polvo. Sólo el Amor permanece por la eternidad. Pero no se conformó y encorvándose un poco hacia el suelo, comenzó a dibujar. Sus trazos eran suaves, y en su mirada podía mirarse cierta alegría, aunque a unos cuantos pasos de Él, la vida de una mujer se debatía entre el ser o el estar.
-Moisés tiene razón, estas mujeres no merecen pertenecer a nuestro pueblo, pero yo les digo a ustedes que quieren apedrearla hasta la muerte…lance la primera piedra el que esté limpio de culpa. ¡Vamos! ¿Quién empieza?- sostuvo enérgico. Y atravesando la multitud, se acerca a María, y la calma con un susurro.
-Nadie te condena, yo tampoco. Vete y deja de pecar-. Las piedras empezaron a caer de las manos enardecidas y poco a poco fueron quedando María, el Señor y los discípulos que a lo lejos observaban.
Si amar es un pecado, María desobedeció el mandato divino, pues se entregó con toda su alma, con todo su ser, con toda su mente y con todas sus fuerzas, a Aquél que la había rescatado del abismo. Dedicó su vida entera a enamorarse perdidamente del Maestro.
Apacible luna
El Maestro gustaba de mirar el lago por las noches. Le agradaba estar solo en esas horas donde todos duermen. Decía que la luna es el mejor confidente de quien entrega su vida a misiones donde se enarbola el amor como estandarte. Y como buen guía, solía predicar con el ejemplo.
-No puedo dar marcha atrás, María…Conoces las miradas y sabes que no miento, pero no me pidas esto ahora, menos ahora que mi obra está a punto de culminar- se excusaba ante la compañía de María, quien ya había adquirido ese gusto por mirar la noche, el lago, la luna.
-No entiendo, ¿a dónde quieres llegar con todo esto? ¿Qué quieres lograr en verdad? ¿No tienes miedo a quedarte solo?...Yo quiero estar contigo, lo sabes, pero me asusta todo esto que haces…
-Me has dado una nueva vida, María. Y te necesito tanto como tú a mí. Pero debo llegar hasta el final…Tengo miedo, pero más miedo tendré si doy marcha atrás. Quédate conmigo, ¿sí?
-No sé-. Contestaba María casi al borde las lágrimas. Lo amaba con tal fuerza que sabía de antemano que a nadie amaría de forma igual. Pero buscaba otra vida. Quería ser feliz, quería un hogar, un esposo, familia. No soñaba con persecuciones, señalamientos y muerte. Era algo no muy deseable para quien venía de entornos similares.
-María- interpuso el Maestro- ¿quieres que te diga si soy capaz de dejar todo esto, y estar contigo, lejos, en cualquier parte?
María esperó, mientras ambos meditaban en el reflejo de una luna.
¿Obedecer al corazón?
-¿La extrañas, Maestro?- preguntaba Cefás.
-No sabes cuánto. Y me confunde todo esto. Por un lado me llena de gozo el saber que está por terminar la misión, y por otro me emocionaría mucho el verla nuevamente y decirle: “Aquí está la felicidad que buscabas, haz de mi corazón el hogar que tanto anhelas, María”…pero no está aquí…
-¿Hubieras dejado todo por ella? ¿Así como nosotros dejamos todo por ti?
El Maestro dudó por un instante, mientras seguía bendiciendo las cestas con pan y peces que le pasaban sus seguidores, para que continuara repartiéndolas entre sus oyentes.
-¿Qué hubieran pensado ustedes?
-Que no eras entonces quien pensábamos, Señor. Nada más- responde Cefás, quien sabía de antemano, que si esto sucedía, el tomaría el mando por las armas emprendiendo ahora sí la liberación que requería el pueblo. –No habría problema, Señor, te entenderíamos como hombres que somos-.
Era imposible en ese momento levantarse e ir en busca de María ante numerosos testigos. Por vez primera el Maestro tuvo miedo. Se apegó a sus seguidores y a su doctrina sobre todo. Él que con tanto esmero proclamaba el desapego, y el que instaba a dejar padre y madre para seguirlo. Ahora Él mismo era víctima de lo mundano, del afecto, o dicho de otro modo, del amor. Pero no el Amor Cósmico que no puede sentirse tras la carne, sino del amor hacia una mujer, María de Magdala.
Abrazando la muerte
Quizás esta ausencia de María causó estragos en la doctrina del Señor. Se volvió más estricta, e incluso al grado de que muchos de sus fieles seguidores, deciden abandonarlo, para continuar con sus vidas.
Le agradaba hablar de la vida, porque nunca la había vivido. Era extraña esta sensación. Confundido, recordaba sus años de aprendiz. Viajes, libros y doctrinas ocultas que lo llevaron a proclamar un nueva doctrina liberadora. Él quería esta misión…pero antes de que María apareciera en su vida.
Ahora su enseñanza declaraba que Él sería abandonado, que sería encarcelado y que moriría después, situación que alertaba a sus discípulos, pues nadie quería ser partícipe de estos eventos. Fue entonces que todos buscaban en secreto una manera de dejarlo solo. Su hastío hacia una doctrina que sólo profesaba palabras y más palabras, era tan evidente que hasta el mismo Maestro percibía la traición que se gestaba dentro de su círculo más allegado.
-¿Me amas, Cefas?- interrogaba el Maestro de triste semblante.
-Señor, tu sabes que te amo.
-Apacienta entonces mis ovejas.
-¿De qué hablas, Señor? Tú las apacentarás por ti mismo. Yo estoy contigo, hasta la cárcel o hasta la muerte si es necesario…
El Maestro calló, y ya no preguntó más.
Llegada anónima
Ahí estaba la gran Jerusalén. El fin de su misión se sentía cada vez más cerca. Fue entonces cuando el Maestro lloró. Hay quienes dicen que lloró por la ciudad del Gran Rey, porque no supo escuchar la doctrina de le verdad. Hay quienes dicen que dedicó algunas lágrimas por los seguidores que lo iban dejando solo en el camino. La verdad es que recordaba a María con tristeza y con gozo, tal y como un profeta vaticinaría a su madre, más de treinta años atrás, “como una espada que atraviesa lentamente el corazón”.
Le bastaron tres años para dedicarse en cuerpo y alma a una misión que ahora ya no deseaba, que temía por su vida, pero que el orgullo le incitaba a no claudicar. Le restaban tres días para la Pascua, festividad nacional donde recordaban la manera en que Dios había rescatado a su pueblo elegido del tirano opresor, y evento también en que, según decía el Maestro, “subiría al lado de su Padre”, y daría por terminada su obra.
No es bueno que el hombre esté solo
Era ahora el ser más solitario de toda Jerusalén, y entre reflexión y meditación había ya comprendido cuánto amaba a María. Entendió que su misión era ahora más fallida que nunca. Que María tenía razón al decir que nada lograría, pues la sociedad se hundía cada vez más en su propia inmundicia.
Simple y llanamente se había equivocado. Sostuvo que cometió un grave error al dejarlo todo por una ideología que nadie comprendería. Que repartió margaritas entre los cerdos, y éstas fueron pisoteadas.
-Abbá, si puedes, yo sé que sí, pero quita esta copa de mí, por favor Padre, ya no quiero beber esto, ya no quiero, por favor…-clamaba en solitario, aunque sus tres últimos seguidores fingían dormir, escuchaban el clamor del Maestro con temor a lo que sucedería después.
-¿Sabes algo? No hagas lo que yo quiero, haz tu voluntad, nada más- se contestaba a sí mismo.
El divino Maestro pudo sentir las manos de María que acariciaban su rostro en este momento de agonía. Pudo mirarla, y ver en sus ojos que la vida es bella cuando se observa nada más, pero que es muy dura cuando uno se atreve a vivirla. Él lo sabía, se lo habían enseñado los libros, y el estudio, pero nunca, en ningún momento de su vida lo había experimentado. Mientras María, limpiaba la sangre que emanaba de su frente, sin decir palabra alguna, el Señor despertó de su letargo, y endureciendo su corazón, dijo: “Hágase tu voluntad, Señor”. María desapareció, la sangre dejó de fluir, y sólo estaba el Señor a mitad de la noche.
Dejar de amar es dejar de existir
Esa noche el Señor dejó de sentir. La visión de María en vez de fortalecerlo más, lo inundó de una mayor tristeza, pues lo hizo viajar tiempo atrás. Recordó los viajes que emprendió con sus padres. Era el viento de extraños lugares el que percibía en su rostro, y no las bofetadas que le brindaban sus aprehensores, así como también eran las caricias que le ofrecían en sus cabellos, aquellos maestros de la Ley que lo escuchaban cuando niño, y no esa corona de espinas que le oprimía las sienes y le provocaba heridas profundas.
Víctima de su enseñanza
En realidad sus palabras fueron proféticas, pues hiriendo al pastor, las ovejas se dispersaron. Y él quedó solo. Pero una soledad que no sólo se explica con la falta de amistades o familia, sino solo también, por la ausencia de Dios. Dios mismo, el que tanta comunión mantenía con Él, también lo abandonó esa mañana.
El cansancio y el dolor, ya no hacían mella en su cuerpo. Burlas, golpes, caídas, todo pasó a segundo plano. En su mente sólo rondaba una idea: rendirse. No hay peor prisión que la interna, y ese día, el Señor no encontró la llave para salir de la propia. Manos santas limpiaron su rostro, pero no eran las manos que Él buscaba. De igual forma, hombros amigos cargaron su cruz por varios metros, pero como no eran los hombros de sus fieles seguidores, tampoco lo comprendió. Era el ser humano más solitario de la tierra. ¿Habrá valido la pena haber dejado todo para llevar la Buena Nueva? ¿En realidad la vida nos depara una eternidad denominada reino celestial? ¿Hubiera dejado todo por María de Magdala?
Recuerdo final
Ignora si la mirra, o sus extremidades perforadas y clavadas contra un madero, hacen que pierda la razón poco a poco. Su respiración se hace cada vez más lenta. Cuando de pronto, por entre la multitud, vislumbra una silueta que le es familiar. Ni siquiera el polvo que transportaba el viento, pudo impedir que el Maestro, con las pocas fuerzas que aún le quedaban, cruzara su mirada con ese ser que tanta paz le inspiraba. No era su madre, a quien nunca más volvió a ver, ni sus amados discípulos, quienes desde entonces, negaron por doquier haber conocido a un Maestro que proclamaba una doctrina estricta y fatalista.
Era María, la mujer de Magdala. Ahí estaba ella. Después de tanto tiempo. ¿Qué había pasado durante esta larga ausencia? El Maestro no olvidaba que María había formado parte de aquél gran primer grupo que Él se había formado cuando empezó su ministerio. Nunca olvidó ese sincero arrepentimiento que ella siempre le mostró. Tampoco olvidó esa mano que siempre le solicitó un guía, un sendero y una luz para su camino.
-Tú eres el camino, mi camino, María. También eres mi verdad y mi vida. Te amo en verdad con todo mi corazón, más que a mí propia vida. Te lo digo en verdad- recordó el Maestro estas palabras que alguna vez las dirigió a María, pero que ahora el viento del desierto se había apropiado de ellas.
Pensar en lo que se quedó atrás
El Maestro no estaba solo. Dos sentenciados a muerte acompañaban al Señor en sus últimos instantes, y padecían el mismo tormento que el Gran Instructor. Y mientras uno le decía:
-Tú que tanto repetías, que todos éramos dioses, demuéstralo con hechos, y saca esos poderes para que nos salves,…- le retaba uno de los sentenciados a muerte, por haber cometido un robo.
El otro en cambio, un asesino arrepentido le pidió: -Señor, sólo te pido que te acuerdes de mí cuando estés en tu reino-.
Ante la presencia de María, su siempre amada, y ante tremenda petición final, piadosa y tan humana, el Señor no pudo más que sonreír, y decirle, que esa misma tarde, ellos dos estarían ingresando al reino celestial.
-Una cosa más, Señor-, agregó el redimido- Tampoco te olvides de mi mujer y mi niña que aún es pequeña, pues ambas quedarán solas sin mí…
El Maestro observó que tras el manto de María, unas pequeñas manos, de quizás dos abriles, jugueteaban con la tela que se mecía al viento, y aunque veía a su progenitor perecer en un madero, al igual que el Maestro, la pequeña no comprendía del todo cuanto ocurría.
Es entonces que el Maestro se dejó vencer. El dolor fue tan extenuante que no pudo soportarlo más. Dedicó su último suspiro a la mujer con la que tanto había soñado, pero que ahora ya no le pertenecía, y que tal vez nunca le perteneció. Dejó de lamentarse por sus errores, dejó de lado su misión, olvidó todo lo pasado, esbozó una suave sonrisa y se limitó a morir.
Más puede el amor que la misión
-Sí, María, sí dejaría todo esto por ti- repitió el Maestro. –Lo dejaría todo porque te quiero con todo el corazón.
-Se llamará Sara,…le pondré Sara a la pequeña, ¿está bien?- preguntaba María esa noche en donde la luna se reflejaba sobre el lago, justo en las horas en que todos dormían.
Aunque María no entendía del todo la misión del Maestro, lo seguiría a donde Él la llevara, pero necesitaba descansar un poco, tenía qué regresar a Magdala y cuidarse también.
Pero el impulso de desear una vida como la que ella buscaba, la obligó a quedarse en casa, y olvidarse del Maestro, quien cada Pascua se prometía volver a Magdala, a buscar a María, pero el objetivo que se había propuesto era más fuerte que todos los apegos que un hombre podía poseer sobre la faz del mundo.
Y el Maestro nunca volvió a Magdala.
Huir de la verdad
Esa noche, cuando el Maestro durmió, María, a punto del llanto, y observando la luna reflejada en el lago, acarició la melena de su amado, y le recostó su cabeza sobre una roca.
Esa noche, nunca más la luna volvió a verse reflejada en el lago.
Iona, el joven discípulo del Señor, fue quien lo despertó a la mañana siguiente, tan sólo para informarle que María había partido para Magdala, con algunas personas más, en búsqueda de mejores condiciones de vida.
-¿Qué fue lo último que te dijo, Iona?- le interrogó el Señor.
- No dejó dicho nada,.... Sólo partió.
Morir, o seguir esperando
Esa última luna, que tanto María como el Maestro compartieron el uno con el otro, se llevó no sólo las lágrimas que ambos se dedicaron. Se llevó un amor tan tremendo que ni la misma historia ha podido borrar,…pero también se llevó una decisión. La decisión que un gran hombre pudo haber tomado, y cambiar por siempre el rumbo de la humanidad. Decisión que optó por el amor terrenal, y por una familia y un cálido hogar, pero contraria al designio divino, condujo al Maestro por otros senderos…un camino donde se comprende que las cosas cambian y que las personas que amamos, no siempre estarán a nuestro lado. Un camino donde se sigue soñando con algo que nunca llegará. Un camino donde se cambia todo lo que uno es, por vivir en el anonimato, por intentar hacer de nuestra vida un ejemplo de paciencia. Sin saber que soñar es vivir con plenitud, a menos que se tome la terrible decisión de despertar.
Stavros Galois
Monterrey, Nuevo León a 11 de noviembre del 2010
(Participación en el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2011).