"Nunca te detienes a meditar sobre las influencias que recibes...sólo hasta que formas parte de ellas". G.R.
Era yo un joven estudiante de medicina cuando lo conocí. Mi nombre es Gustavo Hernández.
Fue por mera casualidad el que me encontrara con él, ya que era un hombre demasiado encerrado en sí mismo.
He aquí la historia de una de las vidas más dignas y ejemplares de que me honro en recordar, más que como un amigo, como un padre, él es don Vasco.
En mi diario andar por "El Paso del Águila", rumbo a la facultad, me encontraba con un hombre sumamente entretenido en el volar de las mariposas posadas sobre las flores de su jardín, que con tanto esmero cuidaba.
"El Paso del Águila", era una pequeña colonia ubicada en las afueras de la ciudad. Era un lugar humilde, donde todos conocen a todos, menos a don Vasco.
Es don Vasco un hombre algo viejo, con una expresión gruñona en su cara, pero a la vez burlona. Yo diría que pasaba de los sesenta años. La verdad se veía muy acabado.
Tenía la costumbre de dirigirle un "buenos días" cuando pasaba junto a él, aunque no esperaba respuesta, pues no me la daría.
Cuando lo pasaba de largo, volteaba ligeramente para cerciorarme de que aún estaba allí, y en efecto así era; me miraba fijamente y de inmediato, como asustado, entraba a su pequeña casa.
No sé si era muy nervioso, lo que sí sé, es que era el blanco de burlas de ese lugar.
Algunos muchachos, e incluso algunos amigos míos, constantemente lo hacían enojar.
Recuerdo una tarde en que mis colegas y yo nos reunimos por ahí, cerca de su casa, cuando de pronto lo vimos llegar a lo lejos con dos cubetas llenas hasta el borde de agua. A leguas se notaba su sobrehumano esfuerzo físico.
Mis amigos decidieron jugarle una broma. Yo me oponía pero no dije nada.
Cuando don Vasco se proponía abrir el portón de su casa, dos de mis amigos fingían pelear.
Don Vasco ni siquiera se inmutó ante la riña que se encontraba a sus espaldas.
Uno de los actores se lanzó sobre de él; y fue tal el impacto que don Vasco cayó.
Todos guardamos silencio, esperando la reincorporación del viejo, que aún seguía con la mirada serena.
Mis amigos se contenían para no reír; como no aguantaron, se echaron a correr, y sus risas se perdieron a lo lejos.
Yo no pude correr, me quedé ahí parado, tratando de ayudar sin hacer nada.
Don Vasco tomó sus dos cubetas, vacías ya, las colocó boca abajo, cojeó un poco, y antes de entrar a su casa volteó y me miró.
Yo estaba llorando, quería hablar, caminar, no sé, hacer cualquier cosa, pero algo me lo impedía.
Sólo dije: "Lo siento", y cerró la puerta.
Esa noche desprecié la cena de mi madre, quería entrar en mi cuarto, meditar un poco, y pensar en don Vasco.
Me propuse que al siguiente día, al salir de clases, iría a verlo. Tenía miedo pero lo haría.
En la salida, como de costumbre, mis compañeros y yo pasamos frente a la casa de don Vasco.
Puse un pretexto para liberarme un poco de ellos, diciendo que había olvidado un libro y, como siempre, no me dieron importancia y se alejaron.
Al fin me encontraba frente a su puerta; me armé de valor y toqué.
Como nadie contestaba, decidí retirarme. Estaba ya a punto de salir cuando escuhé una voz.
- ¿Sí? ¿Qué deseas muchacho?
- Don Vasco, buenas tardes, yo...
- ¿Don Vasco? ¿A quién buscas?
- Lo siento...sólo venía a disculparme por lo de ayer...Mis amigos son
muy...
- Si es todo, gracias. ¿Algo más?
- Sí...este...¿me permite tomar una de sus rosas?
Don Vasco cerró la puerta, me dejó hablando solo cuando le explicaba que era para una chica que ya hacía tiempo que no veía.
Estaba a punto de marcharme cuando salió con unas tijeras a la mano.
- ¿Cuántas quieres?
- Sólo una- le contesté.
Don Vasco se me acercó, y por primera vez vi en sus ojos una expresión tranquila y bondadosa.
- ¿Es tu novia?
- No, es sólo una amiga que no he visto desde hace mucho tiempo. Ayer
pensaba en ella, por eso quiero verla.
Seguía viendo la cara del viejo, y aún no comprendía el por qué su fama de maleducado.
- Me llamo Gustavo Hernández- agregué antes de despedirme.
- Mucho gusto, Gustavo, yo soy Rodrigo.
Al estrechar su firme mano, por mi cabeza pasó una duda: ¿por qué don Vasco? ¿Sería su apellido o era simplemente un apodo que la colonia le había impuesto?
No lo sé. Nunca me atreví a preguntárselo.
Antes de marcharme, me dijo el viejo que si quería otra flor, que sólo la pidiera.
Nuevamente vi sonreír a don Vasco; no pude contener la tristeza de verlo así. Le dí las "gracias" y salí corriendo de allí.
Esa noche fui al mercado a ver a mi madre en su puesto de comida; le comenté lo de don Vasco y se molestó. Me dijo que no estuviera perdiendo el tiempo hablando con esa gente y que mejor me pusiera a estudiar.
Por no verla enfadada le dije que sí, que no lo volvería a ver.
Ya en casa, mi madre me dio la cena; no la comí, sino que preferí guardarla y me acosté.
A la mañana siguiente no fui a clases. Decidí ir a ver a don Vasco. Mi madre aún dormía, así que calenté la cena de anoche para llevársela.
En el camino, temía el hallarme con mis compañeros, no sabría qué decirles. Por suerte no fue así.
Don Vasco había terminado de regar el jardín, cuando me recibió con una cálida sonrisa.
- ¡Buenos días, muchacho! Pasa por favor.
- ¡Buenos días, don Rodrigo!- yo nunca me atreví a nombrarlo como don Vasco-. Mire, le traje un poco de comida por si aún no ha desayunado.
Don Vasco me miró, me dio una leve cachetada y dijo: "Gracias".
- Le gustan las mariposas, ¿verdad?
- Más que las mariposas, me gusta la metamorfosis de la oruga. ¿Te habías
dado cuenta que de una fea y simple oruga, sale una hermosa mariposa?
- Sí, pero nunca lo había tomado tan en cuenta.
- Así somos los hombres. Nunca damos importancia a nimiedades como esa, pero muchas veces, los secretos de la vida se hallan en esas cosas sin importancia. Ya lo verás.
Me quedé atónito al escuchar la filosofía de don Vasco. Ahí comprendí que era un hombre muy sabio, pero incomprendido. Desde ese día, nunca lo olvidaré.
- Don Rodrigo, ¿no le importa que mucha gente se burle de usted?
- ¿Por qué habría de molestarme? Cada quien es libre de llevar a cabo las acciones que mejor le convengan. Tienes que ser como un árbol: aunque todos te lancen piedras e insultos, nunca verás que se doble por eso, y mucho menos lo vas a escuhar llorar o lamentarse.
Yo lo escuchaba con absoluta seriedad, hasta que me atreví a preguntarle:
- ¿Tiene familia?
Su rostro palideció, y después de una pausa, con un ademán me invitó a entrar a su casa.
Me convidó del recalentado que le llevé.
Cuando se dirigió a la cocina, me di el tiempo de admirar lo que había a mi alrededor. Descubrí su loco afán por las mariposas: tenía pinturas, adornos, en fin, cualquier cosa que se pareciese a una mariposa.
- ¿Te gustan?- me sorprendió don Vasco.
- Claro, ...son hermosas.
- Verás, mi esposa y yo, nos separamos hace algún tiempo- me dijo al momento en que nos sentábamos a la mesa- Ella salía con otra persona, así que...
- Lo siento...si usted quiere, no hablemos ya de eso.
- No, no, está bien, creo que necesito desahogarme un poco. Esto no se lo he contado a nadie, así que confío en ti. Poco antes de separarnos, me dijo arrepentida que sólo se había casado por interés, pues modestia aparte, nunca nos faltó nada. No teníamos mucho dinero, pero intentábamos vivir bien. Mi error fue que dejé de pensar en mí, y dejé de ser el mismo de antes. Tuvimos dos hijos, y aunque todo parecía perfecto, los problemas comenzaron a aparecer. Perdí mi empleo después de tantos años, uno de mis hijos falleció en un accidente, y a raíz de todo esto, mi familia se fue derrumbando poco a poco, pero...mírame, aquí estoy, sin nada pero con unas ganas enormes de vivir y de salir adelante, hijo...
Don Vasco se cubrió el rostro con las manos para que no lo viera llorar. Recuerdo que sólo estreché mis manos con las suyas, y sintiéndome inútil, me retiré.
Al día siguiente, al acabar mis clases, planeé dar una vuelta a la plaza principal de la ciudad, con la idea de despejar un poco las ideas. Tal fue mi suerte que don Vasco estaba ahí en una banca, alimentando a las palomas que asustadas huyeron ante mi presencia.
- ¿Cómo estás, hijo? Siéntate.
Me lo dijo como si no recordara la última plática que tuvimos.
- Tú eres...¡ah, sí! El de la rosa, ¿verdad? ¿Viste a tu novia?
- No, no la ví.
- ¡Qué lástima! Ya volverá, no te preocupes.
Lo miré fijamente, tratando de averiguar si era el mismo de ayer.
- Don Rodrigo, ¿por qué me platicó todo eso?
Tras una larga pausa meditativa, el viejo esbozó una sonrisa repleta de tranquilidad.
- Porque me recuerdas a mi hijo.
No supe qué responderle; tal vez mi silencio fue el causante de que don Vasco se alejara. Al ver a mis compañeros burlándose de mí, me armé de valor, alcancé a don Vasco y esa misma tarde lo invité a casa.
No le comenté nada a mi madre, acerca de que don Vasco iría a cenar, pero creo que se dio cuenta de que esperaba a alguien, ya que mi impaciencia era muy notoria.
Al dar las diez, no pude soportarlo. Me levanté de la mesa, tomé mi chaqueta y salí a toda velocidad ante la extraña mirada de mi madre.
En el camino pensé en muchas cosas, pero lo que más me alejaba de la vida, era la preocupante locura de don Vasco. Temía que algo le hubiera pasado, peor aún, que le hubieran hecho algo.
Al llegar a su casa, todas sus plantas habían sido maltratadas. Pude notarlo pese a la poca iluminación de la calle, pues su casa estaba en la más completa obscuridad.
Aún así decidí tocar. Nadie contestaba, pero escuchaba ruido tras de la casa, y hacia allá me dirigí. La puerta estaba abierta, escuché el girar de un viejo abanico y los gemidos de don Vasco.
Estaba recostado en su cama, vestido con un traje elegante pero ya muy gastado. Lloraba, e imploraba al cielo que pudiera encontrarse una vez más con quien fuera su esposa.
Ya en la habitación, lo consolé un poco, mentí al decirle que yo la buscaría y la traería junto a él.
Alegó que no, que sería imposible. Me platicó algo acerca de un "pacto" que su esposa y él acordaron cuando estaban en plena separación. La mujer le pidió algunos días para pensar las cosas, salió de casa junto con su otro hijo, y le dijo que esperara a que la Navidad llegara. Si ella y su hijo entraban por la puerta, era para quedarse para siempre y luchar por la familia. Si no sucedía así, ...él sabría por qué.
- ¿Has visto nevar?. me preguntó.
- Dos o tres veces, no recuerdo bien.
- Es hermoso, ¿verdad?...Quiero ver la nieve...llévame afuera si cae nieve...quiero que ya sea Navidad...
Me asustó cuando empezó a gritar que moriría si no nevaba esa Navidad.
Lo dejé hablando solo y salí de ahí.
Ya me había convencido de que don Vasco padecía demencia ocasional y que requería ayuda...una ayuda que yo no le podía dar.
Llegaron las vacaciones navideñas y yo seguía sin verlo, pero aún pensaba en él.
El veinticuatro de diciembre lo fui a buscar. Esta vez sí lo encontré pero no hablé con él.
Sólo me asomé por la ventana y lo ví, sentado ante su pequeña mesa, mientras se disponía a comer un diminuto pollo asado.
Me dio un no sé qué en el estómago, se me hizo un nudo en la garganta y comencé a llorar cuando don Vasco fingía charlar con su esposa y su hijo.
- Adiós, don Vasco. Feliz Navidad...
Me quédé parado ahí largo tiempo. Aún no podía creer que fuera él. No lo pude creer.
En casa, con mis tías de visita, pedí permiso para ausentarme e irme a mi cuarto. Me recosté en la cama y miré la luna, tal y como don Vasco solía hacer cuando se sentía solo.
De repente, escuché risas y gritos de júbilo a mi alrededor. La Navidad había llegado.
No le dí importancia y volví a dormir.
No sé si fue un sueño, o si era verdad, pero esa noche miles de mariposas cruzaron por mi ventana. Eran miles de ellas.
Sentí una inmensa alegría al ver eso, pero cuando desaparecieron, un fuerte dolor se apoderó de mi corazón haciéndome retroceder, y sintiendo la necesidad de descansar de inmediato.
Ese día por la tarde, le llevaría a don Vasco un poco de pavo que mi madre había preparado.
Al estar frente a su casa, la luz exterior estaba encendida, igual que su televisor.
No obtuve respuesta cuando toqué, así que fui por la parte trasera.
El plato con pavo cayó de mis manos y se hizo pedazos en el suelo, al momento que me hincaba, adolorido, ante el cuerpo de don Vasco que pendía de un árbol.
Nadie reclamó el cuerpo de don Vasco, así que decidí incinerarlo previa autorización en la facultad de medicina, de la que finalmente egresé.
Sus cenizas fueron depositadas en un ánfora co mariposas dibujadas.
Don Vasco me enseñó la mejor lección de mi vida, y creo que a mis hijos también. Era una mariposa, de las más bellas por cierto, y sus cenizas reposan ahora dentro del mismo árbol que le enseño a volar.
Don Vasco, gracias...
(Primer lugar en el Segundo Concurso de Cuento Edición 1999, organizado por la Facultad de Filosofía y Letras, a través del área básica común del Sistema Abierto y a Distancia. Marzo del 2000).
viernes, 23 de septiembre de 2011
¡Feliz cumpleaños, Rocío!
La idea era que cuando despertaras el día 22 de septiembre, y abrieras tu correo electónico, ibas a ver una liga que te enviaría directo a este mensaje...pues bien, en vista de que ayer no encontré esta máquina (lástima que ya me hice muy dependiente de la tecnología), sólo hasta el día de hoy me empeño en escribirte un buen deseo para ti y los tuyos, que por cierto también son míos pues tenemos la sangre parecida...
En primer lugar, no me canso de decirle al mundo que tuve tres grandes mujeres en mi vida, que me aleccionaron infinidad de veces. Mi madre, Ruth y tú. Cada una tiene su lado especial, pero en tu caso, siempre sentí una protección y preocupación hacia mi persona difícil de explicar, y mucho menos de agradecer. Pese a que reñíamos mucho cuando niños, no sé por qué motivo la vida es más sabia que nosotros, y ya como adultos creo que nos unió más. Sabes que te admiro. Tienes una fortaleza increíble, y sobre todo, le dejaste al mundo tres seres increíbles que estoy seguro, su manera de conducirse en la vida, harán recordar a la gran madre que tuvieron. Así los educaste. A veces pienso que la vida nos trata bien, sé que has vivido situaciones muy fuertes, y otras no tanto, pero para mí, tu hermano, sigues siendo una mujer valiente, que enfrenta la calamidad cueste lo que cueste, como cuando las leonas protegen a sus hijos a diestra y siniestra sin perder por ello la dignidad. Un día espero decirte "Gracias, Rocío", y con esas palabras cubrir, o regresar gran parte de lo que me has brindado, ...pero será insuficiente, de eso estoy seguro.
Ahora que retomaste el papel de mamá, por tercera vez, te veo orgullosa de toda tu familia, como que ya habías olvidado esa parte de tu historia. Y sí, no niego que te desvelas, preocupas de más y esas cosas, pero déjame decirte que en este momento, aunque tal vez no lo sientas, eres la mujer más protegida del universo. Bueno, me he quedado sin palabras, por eso mejor te dedico la primera canción que me vino a la mente cuando pensé en ti. Ojalá y puedas escucharla en su totalidad. Se despide por el momento, tu hermano que te aprecia un buen, y que sabes que te quiere con el alma.
En primer lugar, no me canso de decirle al mundo que tuve tres grandes mujeres en mi vida, que me aleccionaron infinidad de veces. Mi madre, Ruth y tú. Cada una tiene su lado especial, pero en tu caso, siempre sentí una protección y preocupación hacia mi persona difícil de explicar, y mucho menos de agradecer. Pese a que reñíamos mucho cuando niños, no sé por qué motivo la vida es más sabia que nosotros, y ya como adultos creo que nos unió más. Sabes que te admiro. Tienes una fortaleza increíble, y sobre todo, le dejaste al mundo tres seres increíbles que estoy seguro, su manera de conducirse en la vida, harán recordar a la gran madre que tuvieron. Así los educaste. A veces pienso que la vida nos trata bien, sé que has vivido situaciones muy fuertes, y otras no tanto, pero para mí, tu hermano, sigues siendo una mujer valiente, que enfrenta la calamidad cueste lo que cueste, como cuando las leonas protegen a sus hijos a diestra y siniestra sin perder por ello la dignidad. Un día espero decirte "Gracias, Rocío", y con esas palabras cubrir, o regresar gran parte de lo que me has brindado, ...pero será insuficiente, de eso estoy seguro.
Ahora que retomaste el papel de mamá, por tercera vez, te veo orgullosa de toda tu familia, como que ya habías olvidado esa parte de tu historia. Y sí, no niego que te desvelas, preocupas de más y esas cosas, pero déjame decirte que en este momento, aunque tal vez no lo sientas, eres la mujer más protegida del universo. Bueno, me he quedado sin palabras, por eso mejor te dedico la primera canción que me vino a la mente cuando pensé en ti. Ojalá y puedas escucharla en su totalidad. Se despide por el momento, tu hermano que te aprecia un buen, y que sabes que te quiere con el alma.
viernes, 16 de septiembre de 2011
martes, 6 de septiembre de 2011
Carta a un joven que se propone abrazar la carrera del arte
Por: Robert Louis Stevenson (1850-1894)
Con la seductora franqueza de la juventud me plantea una cuestión de indudable importancia para usted y (cabe pensar también) de cierta trascendencia para la humanidad: ¿ha de ser o no artista? Es ésta una pregunta a la que debe responder usted mismo; lo más que puedo hacer por usted es atraer su atención sobre algunos factores que debe tener en cuenta; y empezaré, como es probable que termine, asegurándole que todo depende de la vocación.
Saber lo que a uno le gusta marca el comienzo de la sabiduría y de la madurez. La juventud es una edad totalmente experimental. La esencia y el encanto de esa época ajetreada y deliciosa residen tanto en la ignorancia de uno mismo como en la ignorancia de la vida. Una y otra vez aúna el hombre joven estas dos incógnitas, ya en un ligerísimo roce, ya en un abrazo amargo; con un placer exquisito o con un dolor punzante; pero en ningún caso con indiferencia, a la cual es totalmente ajeno, o con ese sentimiento cercano a la indiferencia, la aceptación. Si se trata de un joven sensible, que se excita con facilidad, el interés por esta serie de experimentos excederá con mucho el placer que de ellos derive. Aunque así lo crea, no ama la belleza ni busca el placer; su objetivo será cumplir su vida y degustar la diversidad del destino humano, y en ello hallará suficiente recompensa. Porque hasta que la cuchilla de la curiosidad se embota, todo lo que no es vida y búsqueda desaforada de experiencias ofrece para él un rostro de repulsiva aridez que difícilmente podrá evocar más tarde; o, de haber alguna excepción ‑y el destino entra aquí en escena‑, es en los momentos en que, hastiado o ahíto de la actividad primaria de los sentidos, revive en su memoria la imagen de los placeres y las penas pasados. De esta suerte, rechaza las profesiones rutinarias y se inclina insensiblemente hacia la carrera del arte que solamente consiste en saborear y dar cuenta de la experiencia.
Esto, que no es tanto vocación por un arte cuanto impaciencia para con las restantes ocupaciones honradas, se presenta frecuentemente aislado; y siendo así, se va borrando con el paso de los años. Bajo ningún concepto se le debe prestar atención, pues no es una vocación, sino una tentación; y cuando, hace días, su padre desaprobó de forma tan cruda (y a mi juicio) tan certera su ambición, no es improbable que recordase un episodio similar de su pasado. Porque acaso la tentación sea tan frecuente como la vocación es rara. Además, hay vocaciones imperfectas; hay hombres vinculados no tanto a un arte en particular cuanto al ars artium general, base común de todo arte creativo; ora se entregan a la pintura, ora estudian contrapunto o pergeñan un soneto: todo con idéntico interés, no pocas veces con conocimientos genuinos. Y de esta disposición, cuando despunta, me resulta difícil hablar; pero le aconsejaría dedicarse a las letras, pues, al servicio de la literatura (red de tan amplia cabida), toda su erudición pudiera serle útil algún día y, si continuara trabajando y se convirtiera al cabo en un crítico, sabría utilizar las herramientas necesarias. Por último, llegamos a esas vocaciones que son, a la vez, claras y decisivas; a los hombres que llevan en las venas el amor a los pigmentos, la pasión por el dibujo, el talento para la música o el impulso de crear mediante las palabras, de la misma forma que otros, o acaso los mismos, nacen amantes de la caza, el mar, los caballos o el torno. Están predestinados; si un hombre ama su oficio con independencia del éxito u la fama, los dioses han llamado a su puerta. Tal vez posea una vocación más amplia: sienta debilidad por todas las artes, y pienso que a menudo éste es el caso; pero es en esa disciplinada entrega a una sola, en el entusiasmo
inquebrantable por los logros técnicos y (quizá por encima de todo) en la candorosa actitud con que acomete su insignificante empresa con una gravedad propia de los cuidados del imperio y estima valioso conseguir, a cualquier coste de trabajo y tiempo, la mejora más insignificante, donde hallamos huellas de su vocación. La ejecución de un libro, de una escultura, de una sonata deben emprenderse con la insensata buena fe y el espíritu incansable de un niño que juega. ¿Merece la pena? Siempre que al artista se le ocurre hacerse esta pregunta, ampara una respuesta negativa. No se le ocurre al niño que juega a los piratas en un sillón del comedor, ni tampoco al cazador que rastrea su presa; la ingenuidad de aquél y el ardor de éste debieran fundirse en el corazón del artista.
Si descubre en usted inclinaciones tan acusadas, no haya lugar para vacilaciones: ríndase a ellas. Y observe (pues no es mi intención desalentarle excesivamente) que, al principio, nuestra natural disposición no se consuma con brillantez o, diré más bien, con tanta regularidad. El hábito y la práctica afilan los talentos; la perseverancia resulta menos desagradable, y con el paso del tiempo es incluso bien acogida; por vaga que sea la inclinación (si es genuina) se convierte, practicada con asiduidad, en una pasión absorbente. Pero ahora será bastante si al volver la vista atrás en un intervalo de tiempo razonable comprueba que el arte elegido tiene más cualidades que las que se arrogara en su momento entre los multitudinarios intereses de la juventud. Si la devoción acude en su ayuda, el tiempo hará el resto; y pronto todos y cada uno de sus pensamientos estarán empeñados en la tarea amada.
Mas, me recordará, pese a la devoción, pese a desplegar una actividad grata y perseverante, muchos artistas, a la vista de los resultados, viven su vida totalmente en vano: artistas a millares y ni una sola obra de arte. Recuerde, a su vez, que la mayoría de los hombres son incapaces de hacer algo razonablemente bien, y entre otros cosas, arte. El artista inútil no habría sido un panadero del todo incompetente. Y el artista, incluso si no divierte al público, se divierte a sí mismo; al menos ese hombre será más feliz gracias a sus horas de vigilia. Este es el aspecto práctico del arte: una fortaleza inexpugnable para el practicante sincero. Los beneficios directos ‑el salario del oficio‑ son reducidos, pero los beneficios indirectos ‑el salario de la vida‑ son incalculables. No existe otro negocio que ofrezca al hombre su pan de cada día en términos tan convenientes. El soldado y el explorador experimentan emociones más vivas, pero a costa de penalidades crueles y períodos de tedio que hacen enmudecer. En la vida del artista ningún momento debe transcurrir sin deleite. Tomo como ejemplo al autor con quien estoy más familiarizado; no dudo que ha de trabajar con un material díscolo y que el mismo acto de escribir perjudica y pone a prueba tanto sus ojos como su carácter; pero obsérvele en su estudio, cuando las ideas se agolpan en su mente y las palabras no le faltan: en qué corriente continua de pequeños éxitos transcurre su tiempo; con qué sensación de poder, como la de quien moviera montañas, agrupa a sus personajes menores; con qué placer para la vista y el oído ve crecer la etérea construcción sobre la página; y cómo se esmera en un oficio al cual afluye todo el material de su existencia y abre una puerta a todos sus gustos, preferencias, odios y convicciones, de modo que llega a escribir lo que ansiaba expresar. Es posible que haya gozado mucho en el grande y trágico patio de recreo del mundo; pero ¿qué habrá gozado con más intensidad que una mañana de trabajo fructífero? Supongamos que está pésimamente retribuido; lo sorprendente en verdad es recibir retribución de cualquier especie. Otros hombres pagan, y con largueza, por placeres menos deseables.
Pero el ejercicio del arte no sólo reporta placer; trae consigo una admirable disciplina. Pues el artista se guía enteramente por el honor. El público ignora o conoce bien poco los méritos en busca de los cuales está condenado a invertir la mayor parte de sus esfuerzos. Una determinada concepción, una energía personal o algún acierto de poca monta que el hombre de temperamento artístico obtiene con facilidad, tales son los méritos que se reconocen y valoran. Pero a aquellos más exquisitos detalles de perfección y acabado que el artista desea con vehemencia y siente de forma tan acusada, por los que (utilizando las vigorosas palabras de Balzac) ha de luchar «como un minero sepultado bajo un corrimiento de tierra», por los que día a día recompone, revisa y rechaza, a aquéllos, la gran mayoría de su audiencia permanecerá ciega. De estas penalidades ignoradas, y en el caso de que alcance elevadas cotas de mérito, acaso responda con justicia la posteridad; en el caso, más probable, de que fracase, siquiera por el margen de un cabello con respecto a la cota más elevada, tenga la seguridad de que pasarán inadvertidas: A la sombra de este gélido pensamiento, a solas en su estudio, el artista debe día a día ser fiel a su ideal. En la fidelidad radica la nobleza de su existencia; por ella el ejercicio de su arte le acrisola y fortalece el carácter; también gracias a ella la adusta presencia del gran emperador se volvió (siquiera un momento) condescendiente hacia los seguidores de Apolo, y aquella voz suave y enérgica pidió al artista que festejara su arte.
Aquí conviene hacer dos advertencias. Primera, si desea continuar siendo su única ley, vigile las primeras señales de pereza. En puridad, este idealismo sólo puede sustentarse merced a un esfuerzo constante; pues el nivel de exigencia se rebaja con enorme facilidad, y el artista que se dice a sí mismo «así será suficiente», ya está condenado; en ocasiones (especialmente en ocasiones desafortunadas), tres o cuatro éxitos mediocres bastan para falsificar un talento, y en el ejercicio del periodismo se corre el riesgo de tomarle afición a la negligencia. Existe este peligro, no siendo menor el segundo. La conciencia de hasta qué extremo el artista es (debe ser) su propia ley, corrompe a las cabezas mediocres. Sensibles a la existencia de recónditas virtudes difíciles de alcanzar, muchos artistas que formulan o asimilan recetas artísticas o se enamoran tal vez de alguna habilidad particular, olvidan el objetivo de todo arte: deleitar. Indudablemente es tentador abominar del burgués ignorante; empero, no debe olvidarse que él es quien nos paga y (salta a la vista) por servicios que desea ver realizados. Considerándolo adecuadamente, se plantea con ello una trascendental cuestión de honestidad. Ofrecer al público lo que no desea y esperar su aplauso es extraña pretensión, aunque muy corriente, sobre todo entre los pintores. En este mundo la primera obligación de cualquier hombre es ser solvente; conseguido esto, puede entregarse a todas las extravagancias que le plazcan; pero quede bien claro que sólo entonces. Hasta ese momento deberá cortejar con asiduidad al burgués que lleva la bolsa. Y si en el curso de tales capitulaciones falsifica su talento, demostrará con ello que éste nunca fue excesivamente sobresaliente y que ha preservado algo más importante que el talento: el carácter. Y si es tan independiente que no ha de doblegarse a la necesidad, aún tiene otra salida: dejar a un lado su arte y llevar un estilo de vida más viril.
Al hablar de un estilo de vida más viril, debo ser franco. Vivir a expensas de un placer no es una vocación muy elevada; aunque veladamente, entraña algún patronazgo; el artista se cuenta, por ambicioso que sea, entre las chicas de baile y los marcadores de billar. Los franceses entienden la evasión romántica como una ocupación y a sus practicantes las llaman «hijas de la alegría». El artista pertenece a la misma familia, es uno de los «hijos de la alegría» que ha elegido su oficio para deleitarse, se gana el pan deleitando al prójimo y se ha desprendido de la dignidad más severa del hombre. No hace mucho algunos periódicos denostaron el título nobiliario de Tennyson; y este «hijo de la alegría» recibió reproches por condescender y seguir el ejemplo de lord Lawrence, lord Cairns y lord Clyde. El poeta estuvo más inspirado; aceptó el honor con más modestia; y los periodistas anónimos (si he de creerles) no han reparado todavía el vicario ultraje a su profesión. Estos caballeros podrán hacerse más justicia a sí mismos cuando les llegue su turno; y me agradará saberlo, pues a mis ojos bárbaros incluso lord Tennyson aparece un tanto fuera de lugar en semejante reunión; no debería haber honores para el artista; el ejercicio de su arte ya le ofrece mayor recompensa de la que en vida le corresponde; y antes que el arte, otros oficios, menos atractivos y acaso más útiles, han hecho valer su derecho a tales honores.
Pero la maldición de las ocupaciones destinadas a deleitar es el fracaso. En ocupaciones más corrientes el hombre se ofrece para producir un artículo o realizar un objeto determinado puramente convencional, proyecto en el que (casi podemos afirmar) el fracaso es muy difícil. Mas el artista se aparta de la multitud y se propone deleitar: proyecto impertinente en el que no hay fracaso que no esté envuelto en odiosas circunstancias. La infeliz «hija de la alegría» que pasea sus galas y sonrisas inadvertida entre la multitud compone una estampa que no podemos evocar sin un sentimiento de lacerante compasión. Tal es el prototipo del artista fracasado. Como ella, el actor, el bailarín y el cantante deben mostrarse en público y apurar personalmente la copa de su fracaso. Y aunque todos los demás escapemos a la suprema amargura de la picota, en esencia también cortejamos a la humillación. Todos profesamos ser capaces de gustar. ¡Qué pocos lo logramos! Todos nos comprometemos a seguir siendo capaces de gustar. Pero a cada cual incluso al más admirado, le llega el día en que su ardor declina; pierde la astucia y, avergonzado, se sienta junto a la barraca desierta. Entonces se verá en la necesidad de hacer algún trabajo y se sonrojará al cobrarlo. Entonces (como si el destino no fuese ya suficientemente cruel) habrá de padecer las burlas de los raqueros de la prensa, quienes ganan su amargo pan execrando la basura que no han leído y ensalzando la excelencia de lo que son incapaces de comprender.
Y advierta que éste parece ser el final cuando menos inevitable de los escritores. Les Blancs et les Bleus (por ejemplo) reúne méritos muy diferentes a los del Vicomte de Bragelonne; y si existe algún caballero que soporte espiar la desnudez de Castle Dangerous, su nombre, según creo. es Ham: bástenos a nosotros leer sobre ello (y no sin derramar lágrimas) en las páginas de Lockhart. Así, en la vejez, cuando el confort y un quehacer se hacen más necesarios, el escritor debe abandonar a la par su medio de vida y su pasatiempo. Sin duda el pintor que ha logrado retener la atención del público gana fuertes sumas y hasta muy avanzada edad puede permanecer junto a su caballete sin fracasos ignominiosos. El escritor, al contrario, padece el doble infortunio de estar mal retribuido cuando trabaja y de no poder trabajar en la vejez. Por ello su estilo de vida le lleva a una situación falsa.
Pero el escritor (pese a los notorios ejemplos en sentido contrario) debe procurar estar mal pagado. Tennyson y Montépin se ganaron la vida espléndidamente; pero no todos podemos esperar ser Tennyson ni acaso desear ser Montépin. Si uno ha adoptado un arte como oficio, renuncie desde el principio a toda ambición económica. Lo más que puede honradamente esperar, si tiene talento y disciplina, es obtener los mismos ingresos que un oficinista invirtiendo la décima, si no la vigésima parte de su energía nerviosa. Tampoco tiene derecho a pedir más; en el salario de la vida, no en el del oficio, está su recompensa; así, el salario es el trabajo. Es evidente que no me inspiran simpatía los vulgares lamentos de la clase artística. Quizá olvidan el sistema de aparcería de los campesinos; ¿o piensan que no cabe trazar paralelismos? Tal vez no hayan reparado nunca en la pensión de retiro de un oficial de campo; ¿o es que creen que su contribución a las artes cuyo destino es agradar es más importante que los servicios de un coronel? ¿Olvidan con qué poco se conformó Millet para vivir? ¿O piensan que el tener menos genio les exime de mostrar iguales virtudes? No debe existir ninguna duda sobre este aspecto: un hombre que no es frugal, no tiene nada que hacer en las artes. Si no es frugal sus pasos le conducirán hacia el trágico fin del vieux saltimbanque; si no es frugal, cada vez le será más difícil ser honesto. Un día, cuando el carnicero llame a su puerta, acaso le tiente o se vea obligado a producir y vender una obra desaliñada. Si esta necesidad no es producto de su propia desidia, aún será digno de elogio; pues faltan palabras que puedan expresar hasta qué punto es más necesario para un hombre mantener a su familia que conseguir ‑preservar- alguna distinción en las artes. Pero si es responsable de su indigencia, roba, roba a quien puso confianza en él, y (lo que es peor) roba de forma tal que siempre sale impune.
Y ahora quizá me pregunte: si el artista en cierne no debe pensar en el dinero ni (como se infiere) tampoco esperar honores de Estado, ¿puede al menos ansiar las delicias de la popularidad? La alabanza, dirá, es un plato codiciable. Y mientras se refiera a la acogida de otros artistas, apunta hacia uno de los placeres más esenciales y duraderos de la carrera del arte. Pero si tiene la vista puesta en los favores del público o en la atención de la prensa, tenga la certeza de estar alimentando un sueño. Es cierto que en determinadas revistas esotéricas el autor, pongamos por caso, es criticado puntualmente, y que a menudo se le elogia más de lo que merece, a veces por méritos que él mismo tenía a gala despreciar, y otras por hombres y mujeres que se han negado a sí mismos el placer de leer su obra. Pero si el hombre es sensible a estas alabanzas desaforadas, cabe esperar que también lo sea a aquello que a menudo las acompaña e inevitablemente las sigue: un desaforado ridículo. Cualquier hombre, después de triunfar durante años, puede fracasar; tendrá noticia de su fracaso. O puede haber triunfado durante años y seguir siendo una punta de lanza de su arte aunque sus críticos se hayan cansado de elogiarle, o habrá surgido un nuevo ídolo del momento, alguna «figura de relumbrón» a quien prefieren ahora ofrecer sus sacrificios. Tal es el anverso y el reverso de esa fea y vacía institución llamada popularidad. ¿Creerá algún hombre que merece la pena conseguirla?
Con la seductora franqueza de la juventud me plantea una cuestión de indudable importancia para usted y (cabe pensar también) de cierta trascendencia para la humanidad: ¿ha de ser o no artista? Es ésta una pregunta a la que debe responder usted mismo; lo más que puedo hacer por usted es atraer su atención sobre algunos factores que debe tener en cuenta; y empezaré, como es probable que termine, asegurándole que todo depende de la vocación.
Saber lo que a uno le gusta marca el comienzo de la sabiduría y de la madurez. La juventud es una edad totalmente experimental. La esencia y el encanto de esa época ajetreada y deliciosa residen tanto en la ignorancia de uno mismo como en la ignorancia de la vida. Una y otra vez aúna el hombre joven estas dos incógnitas, ya en un ligerísimo roce, ya en un abrazo amargo; con un placer exquisito o con un dolor punzante; pero en ningún caso con indiferencia, a la cual es totalmente ajeno, o con ese sentimiento cercano a la indiferencia, la aceptación. Si se trata de un joven sensible, que se excita con facilidad, el interés por esta serie de experimentos excederá con mucho el placer que de ellos derive. Aunque así lo crea, no ama la belleza ni busca el placer; su objetivo será cumplir su vida y degustar la diversidad del destino humano, y en ello hallará suficiente recompensa. Porque hasta que la cuchilla de la curiosidad se embota, todo lo que no es vida y búsqueda desaforada de experiencias ofrece para él un rostro de repulsiva aridez que difícilmente podrá evocar más tarde; o, de haber alguna excepción ‑y el destino entra aquí en escena‑, es en los momentos en que, hastiado o ahíto de la actividad primaria de los sentidos, revive en su memoria la imagen de los placeres y las penas pasados. De esta suerte, rechaza las profesiones rutinarias y se inclina insensiblemente hacia la carrera del arte que solamente consiste en saborear y dar cuenta de la experiencia.
Esto, que no es tanto vocación por un arte cuanto impaciencia para con las restantes ocupaciones honradas, se presenta frecuentemente aislado; y siendo así, se va borrando con el paso de los años. Bajo ningún concepto se le debe prestar atención, pues no es una vocación, sino una tentación; y cuando, hace días, su padre desaprobó de forma tan cruda (y a mi juicio) tan certera su ambición, no es improbable que recordase un episodio similar de su pasado. Porque acaso la tentación sea tan frecuente como la vocación es rara. Además, hay vocaciones imperfectas; hay hombres vinculados no tanto a un arte en particular cuanto al ars artium general, base común de todo arte creativo; ora se entregan a la pintura, ora estudian contrapunto o pergeñan un soneto: todo con idéntico interés, no pocas veces con conocimientos genuinos. Y de esta disposición, cuando despunta, me resulta difícil hablar; pero le aconsejaría dedicarse a las letras, pues, al servicio de la literatura (red de tan amplia cabida), toda su erudición pudiera serle útil algún día y, si continuara trabajando y se convirtiera al cabo en un crítico, sabría utilizar las herramientas necesarias. Por último, llegamos a esas vocaciones que son, a la vez, claras y decisivas; a los hombres que llevan en las venas el amor a los pigmentos, la pasión por el dibujo, el talento para la música o el impulso de crear mediante las palabras, de la misma forma que otros, o acaso los mismos, nacen amantes de la caza, el mar, los caballos o el torno. Están predestinados; si un hombre ama su oficio con independencia del éxito u la fama, los dioses han llamado a su puerta. Tal vez posea una vocación más amplia: sienta debilidad por todas las artes, y pienso que a menudo éste es el caso; pero es en esa disciplinada entrega a una sola, en el entusiasmo
inquebrantable por los logros técnicos y (quizá por encima de todo) en la candorosa actitud con que acomete su insignificante empresa con una gravedad propia de los cuidados del imperio y estima valioso conseguir, a cualquier coste de trabajo y tiempo, la mejora más insignificante, donde hallamos huellas de su vocación. La ejecución de un libro, de una escultura, de una sonata deben emprenderse con la insensata buena fe y el espíritu incansable de un niño que juega. ¿Merece la pena? Siempre que al artista se le ocurre hacerse esta pregunta, ampara una respuesta negativa. No se le ocurre al niño que juega a los piratas en un sillón del comedor, ni tampoco al cazador que rastrea su presa; la ingenuidad de aquél y el ardor de éste debieran fundirse en el corazón del artista.
Si descubre en usted inclinaciones tan acusadas, no haya lugar para vacilaciones: ríndase a ellas. Y observe (pues no es mi intención desalentarle excesivamente) que, al principio, nuestra natural disposición no se consuma con brillantez o, diré más bien, con tanta regularidad. El hábito y la práctica afilan los talentos; la perseverancia resulta menos desagradable, y con el paso del tiempo es incluso bien acogida; por vaga que sea la inclinación (si es genuina) se convierte, practicada con asiduidad, en una pasión absorbente. Pero ahora será bastante si al volver la vista atrás en un intervalo de tiempo razonable comprueba que el arte elegido tiene más cualidades que las que se arrogara en su momento entre los multitudinarios intereses de la juventud. Si la devoción acude en su ayuda, el tiempo hará el resto; y pronto todos y cada uno de sus pensamientos estarán empeñados en la tarea amada.
Mas, me recordará, pese a la devoción, pese a desplegar una actividad grata y perseverante, muchos artistas, a la vista de los resultados, viven su vida totalmente en vano: artistas a millares y ni una sola obra de arte. Recuerde, a su vez, que la mayoría de los hombres son incapaces de hacer algo razonablemente bien, y entre otros cosas, arte. El artista inútil no habría sido un panadero del todo incompetente. Y el artista, incluso si no divierte al público, se divierte a sí mismo; al menos ese hombre será más feliz gracias a sus horas de vigilia. Este es el aspecto práctico del arte: una fortaleza inexpugnable para el practicante sincero. Los beneficios directos ‑el salario del oficio‑ son reducidos, pero los beneficios indirectos ‑el salario de la vida‑ son incalculables. No existe otro negocio que ofrezca al hombre su pan de cada día en términos tan convenientes. El soldado y el explorador experimentan emociones más vivas, pero a costa de penalidades crueles y períodos de tedio que hacen enmudecer. En la vida del artista ningún momento debe transcurrir sin deleite. Tomo como ejemplo al autor con quien estoy más familiarizado; no dudo que ha de trabajar con un material díscolo y que el mismo acto de escribir perjudica y pone a prueba tanto sus ojos como su carácter; pero obsérvele en su estudio, cuando las ideas se agolpan en su mente y las palabras no le faltan: en qué corriente continua de pequeños éxitos transcurre su tiempo; con qué sensación de poder, como la de quien moviera montañas, agrupa a sus personajes menores; con qué placer para la vista y el oído ve crecer la etérea construcción sobre la página; y cómo se esmera en un oficio al cual afluye todo el material de su existencia y abre una puerta a todos sus gustos, preferencias, odios y convicciones, de modo que llega a escribir lo que ansiaba expresar. Es posible que haya gozado mucho en el grande y trágico patio de recreo del mundo; pero ¿qué habrá gozado con más intensidad que una mañana de trabajo fructífero? Supongamos que está pésimamente retribuido; lo sorprendente en verdad es recibir retribución de cualquier especie. Otros hombres pagan, y con largueza, por placeres menos deseables.
Pero el ejercicio del arte no sólo reporta placer; trae consigo una admirable disciplina. Pues el artista se guía enteramente por el honor. El público ignora o conoce bien poco los méritos en busca de los cuales está condenado a invertir la mayor parte de sus esfuerzos. Una determinada concepción, una energía personal o algún acierto de poca monta que el hombre de temperamento artístico obtiene con facilidad, tales son los méritos que se reconocen y valoran. Pero a aquellos más exquisitos detalles de perfección y acabado que el artista desea con vehemencia y siente de forma tan acusada, por los que (utilizando las vigorosas palabras de Balzac) ha de luchar «como un minero sepultado bajo un corrimiento de tierra», por los que día a día recompone, revisa y rechaza, a aquéllos, la gran mayoría de su audiencia permanecerá ciega. De estas penalidades ignoradas, y en el caso de que alcance elevadas cotas de mérito, acaso responda con justicia la posteridad; en el caso, más probable, de que fracase, siquiera por el margen de un cabello con respecto a la cota más elevada, tenga la seguridad de que pasarán inadvertidas: A la sombra de este gélido pensamiento, a solas en su estudio, el artista debe día a día ser fiel a su ideal. En la fidelidad radica la nobleza de su existencia; por ella el ejercicio de su arte le acrisola y fortalece el carácter; también gracias a ella la adusta presencia del gran emperador se volvió (siquiera un momento) condescendiente hacia los seguidores de Apolo, y aquella voz suave y enérgica pidió al artista que festejara su arte.
Aquí conviene hacer dos advertencias. Primera, si desea continuar siendo su única ley, vigile las primeras señales de pereza. En puridad, este idealismo sólo puede sustentarse merced a un esfuerzo constante; pues el nivel de exigencia se rebaja con enorme facilidad, y el artista que se dice a sí mismo «así será suficiente», ya está condenado; en ocasiones (especialmente en ocasiones desafortunadas), tres o cuatro éxitos mediocres bastan para falsificar un talento, y en el ejercicio del periodismo se corre el riesgo de tomarle afición a la negligencia. Existe este peligro, no siendo menor el segundo. La conciencia de hasta qué extremo el artista es (debe ser) su propia ley, corrompe a las cabezas mediocres. Sensibles a la existencia de recónditas virtudes difíciles de alcanzar, muchos artistas que formulan o asimilan recetas artísticas o se enamoran tal vez de alguna habilidad particular, olvidan el objetivo de todo arte: deleitar. Indudablemente es tentador abominar del burgués ignorante; empero, no debe olvidarse que él es quien nos paga y (salta a la vista) por servicios que desea ver realizados. Considerándolo adecuadamente, se plantea con ello una trascendental cuestión de honestidad. Ofrecer al público lo que no desea y esperar su aplauso es extraña pretensión, aunque muy corriente, sobre todo entre los pintores. En este mundo la primera obligación de cualquier hombre es ser solvente; conseguido esto, puede entregarse a todas las extravagancias que le plazcan; pero quede bien claro que sólo entonces. Hasta ese momento deberá cortejar con asiduidad al burgués que lleva la bolsa. Y si en el curso de tales capitulaciones falsifica su talento, demostrará con ello que éste nunca fue excesivamente sobresaliente y que ha preservado algo más importante que el talento: el carácter. Y si es tan independiente que no ha de doblegarse a la necesidad, aún tiene otra salida: dejar a un lado su arte y llevar un estilo de vida más viril.
Al hablar de un estilo de vida más viril, debo ser franco. Vivir a expensas de un placer no es una vocación muy elevada; aunque veladamente, entraña algún patronazgo; el artista se cuenta, por ambicioso que sea, entre las chicas de baile y los marcadores de billar. Los franceses entienden la evasión romántica como una ocupación y a sus practicantes las llaman «hijas de la alegría». El artista pertenece a la misma familia, es uno de los «hijos de la alegría» que ha elegido su oficio para deleitarse, se gana el pan deleitando al prójimo y se ha desprendido de la dignidad más severa del hombre. No hace mucho algunos periódicos denostaron el título nobiliario de Tennyson; y este «hijo de la alegría» recibió reproches por condescender y seguir el ejemplo de lord Lawrence, lord Cairns y lord Clyde. El poeta estuvo más inspirado; aceptó el honor con más modestia; y los periodistas anónimos (si he de creerles) no han reparado todavía el vicario ultraje a su profesión. Estos caballeros podrán hacerse más justicia a sí mismos cuando les llegue su turno; y me agradará saberlo, pues a mis ojos bárbaros incluso lord Tennyson aparece un tanto fuera de lugar en semejante reunión; no debería haber honores para el artista; el ejercicio de su arte ya le ofrece mayor recompensa de la que en vida le corresponde; y antes que el arte, otros oficios, menos atractivos y acaso más útiles, han hecho valer su derecho a tales honores.
Pero la maldición de las ocupaciones destinadas a deleitar es el fracaso. En ocupaciones más corrientes el hombre se ofrece para producir un artículo o realizar un objeto determinado puramente convencional, proyecto en el que (casi podemos afirmar) el fracaso es muy difícil. Mas el artista se aparta de la multitud y se propone deleitar: proyecto impertinente en el que no hay fracaso que no esté envuelto en odiosas circunstancias. La infeliz «hija de la alegría» que pasea sus galas y sonrisas inadvertida entre la multitud compone una estampa que no podemos evocar sin un sentimiento de lacerante compasión. Tal es el prototipo del artista fracasado. Como ella, el actor, el bailarín y el cantante deben mostrarse en público y apurar personalmente la copa de su fracaso. Y aunque todos los demás escapemos a la suprema amargura de la picota, en esencia también cortejamos a la humillación. Todos profesamos ser capaces de gustar. ¡Qué pocos lo logramos! Todos nos comprometemos a seguir siendo capaces de gustar. Pero a cada cual incluso al más admirado, le llega el día en que su ardor declina; pierde la astucia y, avergonzado, se sienta junto a la barraca desierta. Entonces se verá en la necesidad de hacer algún trabajo y se sonrojará al cobrarlo. Entonces (como si el destino no fuese ya suficientemente cruel) habrá de padecer las burlas de los raqueros de la prensa, quienes ganan su amargo pan execrando la basura que no han leído y ensalzando la excelencia de lo que son incapaces de comprender.
Y advierta que éste parece ser el final cuando menos inevitable de los escritores. Les Blancs et les Bleus (por ejemplo) reúne méritos muy diferentes a los del Vicomte de Bragelonne; y si existe algún caballero que soporte espiar la desnudez de Castle Dangerous, su nombre, según creo. es Ham: bástenos a nosotros leer sobre ello (y no sin derramar lágrimas) en las páginas de Lockhart. Así, en la vejez, cuando el confort y un quehacer se hacen más necesarios, el escritor debe abandonar a la par su medio de vida y su pasatiempo. Sin duda el pintor que ha logrado retener la atención del público gana fuertes sumas y hasta muy avanzada edad puede permanecer junto a su caballete sin fracasos ignominiosos. El escritor, al contrario, padece el doble infortunio de estar mal retribuido cuando trabaja y de no poder trabajar en la vejez. Por ello su estilo de vida le lleva a una situación falsa.
Pero el escritor (pese a los notorios ejemplos en sentido contrario) debe procurar estar mal pagado. Tennyson y Montépin se ganaron la vida espléndidamente; pero no todos podemos esperar ser Tennyson ni acaso desear ser Montépin. Si uno ha adoptado un arte como oficio, renuncie desde el principio a toda ambición económica. Lo más que puede honradamente esperar, si tiene talento y disciplina, es obtener los mismos ingresos que un oficinista invirtiendo la décima, si no la vigésima parte de su energía nerviosa. Tampoco tiene derecho a pedir más; en el salario de la vida, no en el del oficio, está su recompensa; así, el salario es el trabajo. Es evidente que no me inspiran simpatía los vulgares lamentos de la clase artística. Quizá olvidan el sistema de aparcería de los campesinos; ¿o piensan que no cabe trazar paralelismos? Tal vez no hayan reparado nunca en la pensión de retiro de un oficial de campo; ¿o es que creen que su contribución a las artes cuyo destino es agradar es más importante que los servicios de un coronel? ¿Olvidan con qué poco se conformó Millet para vivir? ¿O piensan que el tener menos genio les exime de mostrar iguales virtudes? No debe existir ninguna duda sobre este aspecto: un hombre que no es frugal, no tiene nada que hacer en las artes. Si no es frugal sus pasos le conducirán hacia el trágico fin del vieux saltimbanque; si no es frugal, cada vez le será más difícil ser honesto. Un día, cuando el carnicero llame a su puerta, acaso le tiente o se vea obligado a producir y vender una obra desaliñada. Si esta necesidad no es producto de su propia desidia, aún será digno de elogio; pues faltan palabras que puedan expresar hasta qué punto es más necesario para un hombre mantener a su familia que conseguir ‑preservar- alguna distinción en las artes. Pero si es responsable de su indigencia, roba, roba a quien puso confianza en él, y (lo que es peor) roba de forma tal que siempre sale impune.
Y ahora quizá me pregunte: si el artista en cierne no debe pensar en el dinero ni (como se infiere) tampoco esperar honores de Estado, ¿puede al menos ansiar las delicias de la popularidad? La alabanza, dirá, es un plato codiciable. Y mientras se refiera a la acogida de otros artistas, apunta hacia uno de los placeres más esenciales y duraderos de la carrera del arte. Pero si tiene la vista puesta en los favores del público o en la atención de la prensa, tenga la certeza de estar alimentando un sueño. Es cierto que en determinadas revistas esotéricas el autor, pongamos por caso, es criticado puntualmente, y que a menudo se le elogia más de lo que merece, a veces por méritos que él mismo tenía a gala despreciar, y otras por hombres y mujeres que se han negado a sí mismos el placer de leer su obra. Pero si el hombre es sensible a estas alabanzas desaforadas, cabe esperar que también lo sea a aquello que a menudo las acompaña e inevitablemente las sigue: un desaforado ridículo. Cualquier hombre, después de triunfar durante años, puede fracasar; tendrá noticia de su fracaso. O puede haber triunfado durante años y seguir siendo una punta de lanza de su arte aunque sus críticos se hayan cansado de elogiarle, o habrá surgido un nuevo ídolo del momento, alguna «figura de relumbrón» a quien prefieren ahora ofrecer sus sacrificios. Tal es el anverso y el reverso de esa fea y vacía institución llamada popularidad. ¿Creerá algún hombre que merece la pena conseguirla?
domingo, 4 de septiembre de 2011
Currar (trabajar) para escribir
PEIO H. RIAÑO Madrid 04/08/2011 (público.es/ escritores.org)
Los grandes astros del universo literario se han buscado la vida como saltimbanquis, panaderos, carteros, conductores de autobús o verdugos para sobrevivir a su carrera como escritores.
Antes de alimentarse tuvieron que hacer lo inevitable para comer: trabajar en lo que fuera. Trabajar como burros. Trabajar y dormir poco para leer, escribir y hacer lo que fuera para resistir al rodillo de la explotación. William Faulkner compró un uniforme de la RAF al final de la Primera Guerra Mundial y entró en Oxford (Misisipi) cojeando. Dijo que había sufrido un accidente aéreo y consiguió empleos de guardarropa, regidor de teatro, cartero y por la noche cargaba la caldera de carbón de la universidad. Mientras tanto, cuando podía, escribía cuentos con los que ganó algún dinero, hasta que acabó comprando una casa de estilo colonial, con dos criados negros y dedicando 12 horas diarias a la escritura.
La libertad tampoco era suficiente. Alimentarse para vivir era tan esclavo como vivir para comer. A George Perec le costó dejar su empleo de documentalista en un laboratorio médico, a pesar de ser reconocido como escritor. Rechazó ofertas de ascenso porque pensaba que si para un escritor es peligroso hacer carrera en su empleo, peor era depender de la escritura para vivir. Muchos otros coincidían con él en que en 40 horas semanales no había tantos minutos como para dejar sin un segundo su producción literaria.
Sólo cuando lo jubilaron en 1932, Raymond Chandler (1888-1959, EEUU) se planteó seguir un curso de escritura por correspondencia. Firmó su primera novela, El sueño eterno, a los 51 años de edad, la familia petrolera para la que trabajaba como contable le había mandado a casa con 44 años, con una jubilación de cien dólares al mes.
Pero 20 años atrás, la hoja de la vida laboral del creador de Philip Marlowe era tan larga como la lista de sus cuentos no publicados. Su primer trabajo fue en Londres, para la Marina real inglesa, en la sección de aprovisionamiento, donde debía registrar municiones. Creía que le quedaría tiempo para escribir poesía, pero encontró un trabajo "completamente embrutecedor", y entonces pensó en el periodismo. Tan tímido como incapaz de elaborar noticias, lo despedían antes de terminar su periodo de prueba, recuerda Daria Galateria en el libro Trabajos alimenticios. Los otros oficios de los escritores, que en septiembre publicará la editorial Impedimenta.
En Nebraska y California, Chand-ler pasó por 36 trabajos más. Todos le decepcionaron por igual: recoger albaricoques diez horas al día, 20 centavos la hora; encordar raquetas de tenis, 12 dólares y medio por semana de 54 horas laborales Hasta que vio la luz: la contabilidad sería su salvación. Su carrera "creció tan rápidamente como una secuoya" gracias a las cuentas de las empresas para las que trabajó durante dos décadas.
En el gran boom petrolífero de Los Ángeles, Chandler entra a trabajar para Dabney, la segunda gran petrolera tras Shell. Asistía al contable de la empresa, que en 1923 fue arrestado por fuga de capitales. El sucesor murió de un ataque al corazón sobre la mesa de trabajo y entonces Chand-ler fue nombrado jefe de contabilidad. Y al poco, subdirector. Le llamaban "el genio": "He sido el mejor manager de Los Ángeles y posiblemente uno de los mejores del mundo", dijo.
Sólo cuando acabó harto de todo eso y logró la jubilación anticipada pudo destripar la vida de los criminales y otros parásitos corruptos de ese mundo de ricos al que Chandler había lavado sus miserias.
Quizás el escritor más incompatible con las obligaciones laborales fue Charles Bukowski (1920-1994). Alentado por un padre dispuesto a acabar con cualquier esperanza huyó de casa a los 19 años, cuando su progenitor tiró por la ventana sus escritos, la máquina y su ropa tras descubrir que el muchacho no usaba la máquina para hacer sus deberes. Pasó por almacenes, se alimentó de chocolatinas, frecuentaba bares deprimentes, vivió en barracas con el techo de cartón embreado, las revistas rechazaban sus cuentos y prefería morirse de hambre a retomar un trabajo regular.
Duros a la fuerza
Al parecer, sabía trabajar duro, pero lo hacía con mala cara. Si mantenía el trabajo tres semanas, le parecía que ya duraba mucho. Volvió a vagabundear, mandaba cuentos, condujo una ambulancia de la Cruz Roja en San Francisco, trabajó en un servicio de envíos y acumulando "trabajos de mierda". Hasta que en 1950, por casualidad, llegó al trabajo más importante de su vida: estuvo 13 años dedicado al servicio postal.
Todos esos años le pasaron factura en la espalda. Solía quejarse de que el servicio postal lo había matado. Pero cuando conoció a su primer editor, John Martin, debió volver a la vida. Martin dejó su trabajo para dedicarse a la edición a tiempo completo, después de haberle publicado a Bukowski poemas, y le ofreció convertirse en escritor profesional por un pequeño sueldo a cambio de sus derechos de autor. Calcularon: 35 dólares para el alquiler, 20 para la comida, 15 para la cerveza y los cigarrillos, además del teléfono y el gas. Algo más de cien dólares. Pero su nuevo trabajo tampoco le gustó: "Es más fácil trabajar en una fábrica. Allí no hay presión", dijo a un amigo antes de su primera conferencia.
Otros como George Orwell (1903-1950) necesitaron los peores trabajos para acercarse a los problemas reales. Prefirió no ir a la universidad y marchar a Birmania con 19 años para trabajar como policía. Allí debía adiestrar a los subinspectores, pero a los dos años abandonó: "No soportaba meter en prisión a la gente por hacer las mismas cosas que él habría hecho de encontrarse en parecidas circunstancias", como apareció escrito en la contraportada de Días en Birmania.
Tenía un nuevo sueño: quería ser escritor. Para convertirse en ello sintió que debía abandonar los privilegios y la respetabilidad, y vivir la vida de los marginados. Viajó hasta París, se quedó sin dinero, empeñó su ropa y terminó convertido en un perfecto vagabundo. Trabajó como lavaplatos de siete de la mañana a nueve de la noche, en un sótano en el que ni siquiera podía estar de pie. Pasó la Navidad de 1931 en la cárcel, por vagabundeo una semana antes de la vigilia Debió volver a ver la luz y empezó a trabajar en una pequeña escuela privada, con 15 niños de 10 a 16 años. Sólo cuando contactó con militantes socialistas se convirtió en el escritor político que firmó obras maestras como El camino de Wigan Pier, Rebelión en la granja o 1984.
A los 21 años, Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) obtuvo el título de piloto. Diez años después, ya era una leyenda, cuando fue a recibir un premio literario con traje y alpargatas. Había volado 20 horas y no se había afeitado desde hacía tres días. Trató de pagar sus deudas con un récord de vuelo para el que había un premio de 50.000 francos, pero cayó al desierto y allí aparecería El principito. En el desierto escribió de noche la fábula más leída del mundo.
El escritor suizo Blaise Cendrars (1887-1961) también cosechó un número infinito de trabajos, y en varios continentes: representante de bisutería en Rusia, fogonero en Pekín, apicultor en Francia, cazador de ballenas en Noruega, saltimbanqui en Londres, figurante de Carmen en Bruselas, en Nueva York, pianista de cine y descargador en los mataderos
Gorki (1868-1936) tampoco lo pasó bien en su búsqueda de pan. Con 11 años entró en una zapatería de señoras, siguió como pinche en un vapor por dos rublos al mes, a los 16 años fue a la universidad y lo compaginaba descargando barcos a las orillas del Volga, o 14 horas en una fábrica de galletas. Y en el justo momento de la historia, cuando todo parecía abocado a repetirse hasta acabar machacado por la rutina de un trabajo devastador, vuelve a aparecer un amigo que anima al escritor a mover sus cuentos. Gorki consigue publicar uno en un periódico, cuando le preguntan cómo firmará recuerda a su cruel abuelo, quien le llamaba "gorki", "amargo". Entonces comenzó la fortuna literaria y dos artículos al día, trabajo en galeras.
Algunos casos sonados, como el de la escritora francesa Colette (1873-1954), utilizaron su fama para hacer crecer una pequeña empresa con la que ganar dinero. En 1932, en plena Depresión, abrió, con casi 60 años, un instituto de belleza, financiado por la princesa de Polignac y por el bajá Al-Glawi y con el apoyo del ministro Maginot. La autora creó polvos y cremas, diseñó hasta el logo de las etiquetas (un dibujo de su perfil), atendió personalmente a los clientes en los grandes almacenes y sucursales que abrió por toda Francia. Pero el instituto de belleza no funcionó.
Jack London (1876-1916) cuando comenzó a escribir se lamentó de que la espalda le dolía tanto como si tuviera reúma. Al escribir a máquina, los brazos le dolían, y la punta de los dedos se le llenaba de heridas. Eran los efectos de una vida llena de empleos infernales: robando ostras en la bahía de San Francisco, repartidor de periódicos, en una fábrica de conservas, fogonero por la noche, cazador de focas en el Ártico, buscador de oro en Klondike, transportando maletas sobre la espalda hasta que acabó convirtiéndose en el escritor mejor pagado de su tiempo.
Boris Vian. La locomotora de la diversión.
Ingeniero de la rama metalúrgica, trabajó en la normalización del vidrio. Su empleo consistía en comparar los méritos respectivos de cientos de botellas para identificar la ideal. Le pagaban 3.500 francos. Deja la empresa para dedicarse a su verdadera pasión durante la Francia de Vichy: el jazz.
Bruce Chatwin. Intuición y buen ojo para el arte.
Bruce había declarado que no quería ir a la universidad; quería ser actor o quizá entrar en el servicio colonial. Pero llegó a la casa de subastas Sotheby's en Nueva York en un momento de expansión. Se convirtió en un experto en impresionismo "en un par de días".
Louis Ferdinand Céline. Médico antes de fanático nazi.
Logró hacer de la profesión médica una prestigiosa empresa internacional: con la Sociedad de las Naciones representó, viajando por medio mundo, la medicina occidental antes de convertirse, en lúgubres barrios de París, en el más cariñoso de los médicos.
Bukowski. Mucho tiempo en "trabajos de mierda".
Antes de dedicarse durante 13 años al servicio postal probó suerte en un sin fin de pequeños "trabajos de mierda", como él mismo decía, donde si duraba más de tres semanas comenzaba a sospechar. Ni siquiera como escritor profesional fue capaz de aceptar su situación laboral: "Es más fácil trabajar en una fábrica".
Saint-Exupéry. Escritor entre vuelo y vuelo.
A los 21 años, Saint-Exupéry obtuvo el título de piloto. "¿Yo escritor? Me lo pregunto; mi verdadero trabajo es pilotar aviones". Pionero de los vuelos transatlánticos y del vuelo nocturno, Saint-Exupéry navegaba a la vista sobre los mapas y no quiso dejar su empleo ni siendo leyenda.
Colette. Encontró la belleza en el negocio.
Colette no practicó otros oficios para mantenerse y escribir. Pero usó su fama literaria para ganar dinero en otros campos. En 1932, en mitad de la Gran Depresión, casi a los 60 años, proyectó fabricar y vender productos de belleza con su nombre. La idea era "barroca", como dijo el hijastro de Colette. La idea fracasó.
Italo Svevo. Huyó de las novelas para trabajar.
Para convertirse en "un buen industrial", se obligó a abandonar las novelas, porque si pensaba una sola frase, ya estaba perdido para la vida activa durante una semana entera. Escribió sobre una tarjeta de visita "comercial" y llegó a ser un gran emprendedor en el sector de las pinturas navales.
Jack London. Doblado por trabajar desde los 10.
En 1897, durante la primera carrera del oro, Jack London desembarcó en Klondike (Alaska), con poco más de 15 años. Aquel invierno vivió en una cabaña abandonada, en medio de los lobos. Transportaba maletas por la nieve. Se quejaría toda su vida de los dolores de espalda.
Raymond Chandler. Una jubilación de oro para Marlowe.
Veinte años antes de crear a Philip Marlowe, la hoja de la vida laboral de Chandler era infinita. Triunfó como contable, empleo al que se dedicó la mayor parte de su tiempo. Se convirtió en un genio de las cuentas y le dejaba tiempo para escribir por las noches. A los 44 años lo jubilaron.
André Malraux. El autor que comía con fontaneros.
El escritor francés André Malraux, cuando era ministro, sólo escribía sus libros de noche, y pensaba que para crear, como para hacer política, era necesario conocer a los hombres. De hecho, no dudaba en reprochar a De Gauller no haber querido "comer con un fontanero" nunca.
Maxim Gorki. El sabor amargo de una familia exigente.
Máximo Gorki era todavía un niño cuando trabajó como descargador en el Volga. Después fue pinche, fogonero, pescador, panadero, 14 horas de cola de noche o de día, en bodegas o salinas calientes. Bastó con el éxito de uno de sus cuentos para colaborar en varios periódicos.
Franz Kafka. Entre los sueños y las frustraciones.
Tenía remordimientos trabajando como agente de seguros. Pensaba en el poeta Paul Adler, que se dedicaba sólo a su vocación, no como él, que naufragaba en una vida de burócratas. Cuando Kafka era más indulgente con el trabajo decía que liberaba al hombre del sueño que lo deslumbra.
George Orwell. Conocer a quien sufre para escribir.
Decidió que si quería convertirse en escritor debía renunciar a todos sus privilegios, coloniales y de clase, y conocer la vida de los marginados. Vendió sus abrigos y vivió heladas entre los vagabundos antes de contactar con militantes socialistas y convertirse en el escritor político de fama.
Dashiell Hammett. Un detective para la novela negra.
Como escribió Raymond Chandler de él: "No sé si tenía especiales miras artísticas. Creo que sólo quería ganarse la vida escribiendo sobre un tema del que tenía información de primera mano", en referencia a su trabajo en una agencia de detectives de Baltimore
Los grandes astros del universo literario se han buscado la vida como saltimbanquis, panaderos, carteros, conductores de autobús o verdugos para sobrevivir a su carrera como escritores.
Antes de alimentarse tuvieron que hacer lo inevitable para comer: trabajar en lo que fuera. Trabajar como burros. Trabajar y dormir poco para leer, escribir y hacer lo que fuera para resistir al rodillo de la explotación. William Faulkner compró un uniforme de la RAF al final de la Primera Guerra Mundial y entró en Oxford (Misisipi) cojeando. Dijo que había sufrido un accidente aéreo y consiguió empleos de guardarropa, regidor de teatro, cartero y por la noche cargaba la caldera de carbón de la universidad. Mientras tanto, cuando podía, escribía cuentos con los que ganó algún dinero, hasta que acabó comprando una casa de estilo colonial, con dos criados negros y dedicando 12 horas diarias a la escritura.
La libertad tampoco era suficiente. Alimentarse para vivir era tan esclavo como vivir para comer. A George Perec le costó dejar su empleo de documentalista en un laboratorio médico, a pesar de ser reconocido como escritor. Rechazó ofertas de ascenso porque pensaba que si para un escritor es peligroso hacer carrera en su empleo, peor era depender de la escritura para vivir. Muchos otros coincidían con él en que en 40 horas semanales no había tantos minutos como para dejar sin un segundo su producción literaria.
Sólo cuando lo jubilaron en 1932, Raymond Chandler (1888-1959, EEUU) se planteó seguir un curso de escritura por correspondencia. Firmó su primera novela, El sueño eterno, a los 51 años de edad, la familia petrolera para la que trabajaba como contable le había mandado a casa con 44 años, con una jubilación de cien dólares al mes.
Pero 20 años atrás, la hoja de la vida laboral del creador de Philip Marlowe era tan larga como la lista de sus cuentos no publicados. Su primer trabajo fue en Londres, para la Marina real inglesa, en la sección de aprovisionamiento, donde debía registrar municiones. Creía que le quedaría tiempo para escribir poesía, pero encontró un trabajo "completamente embrutecedor", y entonces pensó en el periodismo. Tan tímido como incapaz de elaborar noticias, lo despedían antes de terminar su periodo de prueba, recuerda Daria Galateria en el libro Trabajos alimenticios. Los otros oficios de los escritores, que en septiembre publicará la editorial Impedimenta.
En Nebraska y California, Chand-ler pasó por 36 trabajos más. Todos le decepcionaron por igual: recoger albaricoques diez horas al día, 20 centavos la hora; encordar raquetas de tenis, 12 dólares y medio por semana de 54 horas laborales Hasta que vio la luz: la contabilidad sería su salvación. Su carrera "creció tan rápidamente como una secuoya" gracias a las cuentas de las empresas para las que trabajó durante dos décadas.
En el gran boom petrolífero de Los Ángeles, Chandler entra a trabajar para Dabney, la segunda gran petrolera tras Shell. Asistía al contable de la empresa, que en 1923 fue arrestado por fuga de capitales. El sucesor murió de un ataque al corazón sobre la mesa de trabajo y entonces Chand-ler fue nombrado jefe de contabilidad. Y al poco, subdirector. Le llamaban "el genio": "He sido el mejor manager de Los Ángeles y posiblemente uno de los mejores del mundo", dijo.
Sólo cuando acabó harto de todo eso y logró la jubilación anticipada pudo destripar la vida de los criminales y otros parásitos corruptos de ese mundo de ricos al que Chandler había lavado sus miserias.
Quizás el escritor más incompatible con las obligaciones laborales fue Charles Bukowski (1920-1994). Alentado por un padre dispuesto a acabar con cualquier esperanza huyó de casa a los 19 años, cuando su progenitor tiró por la ventana sus escritos, la máquina y su ropa tras descubrir que el muchacho no usaba la máquina para hacer sus deberes. Pasó por almacenes, se alimentó de chocolatinas, frecuentaba bares deprimentes, vivió en barracas con el techo de cartón embreado, las revistas rechazaban sus cuentos y prefería morirse de hambre a retomar un trabajo regular.
Duros a la fuerza
Al parecer, sabía trabajar duro, pero lo hacía con mala cara. Si mantenía el trabajo tres semanas, le parecía que ya duraba mucho. Volvió a vagabundear, mandaba cuentos, condujo una ambulancia de la Cruz Roja en San Francisco, trabajó en un servicio de envíos y acumulando "trabajos de mierda". Hasta que en 1950, por casualidad, llegó al trabajo más importante de su vida: estuvo 13 años dedicado al servicio postal.
Todos esos años le pasaron factura en la espalda. Solía quejarse de que el servicio postal lo había matado. Pero cuando conoció a su primer editor, John Martin, debió volver a la vida. Martin dejó su trabajo para dedicarse a la edición a tiempo completo, después de haberle publicado a Bukowski poemas, y le ofreció convertirse en escritor profesional por un pequeño sueldo a cambio de sus derechos de autor. Calcularon: 35 dólares para el alquiler, 20 para la comida, 15 para la cerveza y los cigarrillos, además del teléfono y el gas. Algo más de cien dólares. Pero su nuevo trabajo tampoco le gustó: "Es más fácil trabajar en una fábrica. Allí no hay presión", dijo a un amigo antes de su primera conferencia.
Otros como George Orwell (1903-1950) necesitaron los peores trabajos para acercarse a los problemas reales. Prefirió no ir a la universidad y marchar a Birmania con 19 años para trabajar como policía. Allí debía adiestrar a los subinspectores, pero a los dos años abandonó: "No soportaba meter en prisión a la gente por hacer las mismas cosas que él habría hecho de encontrarse en parecidas circunstancias", como apareció escrito en la contraportada de Días en Birmania.
Tenía un nuevo sueño: quería ser escritor. Para convertirse en ello sintió que debía abandonar los privilegios y la respetabilidad, y vivir la vida de los marginados. Viajó hasta París, se quedó sin dinero, empeñó su ropa y terminó convertido en un perfecto vagabundo. Trabajó como lavaplatos de siete de la mañana a nueve de la noche, en un sótano en el que ni siquiera podía estar de pie. Pasó la Navidad de 1931 en la cárcel, por vagabundeo una semana antes de la vigilia Debió volver a ver la luz y empezó a trabajar en una pequeña escuela privada, con 15 niños de 10 a 16 años. Sólo cuando contactó con militantes socialistas se convirtió en el escritor político que firmó obras maestras como El camino de Wigan Pier, Rebelión en la granja o 1984.
A los 21 años, Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) obtuvo el título de piloto. Diez años después, ya era una leyenda, cuando fue a recibir un premio literario con traje y alpargatas. Había volado 20 horas y no se había afeitado desde hacía tres días. Trató de pagar sus deudas con un récord de vuelo para el que había un premio de 50.000 francos, pero cayó al desierto y allí aparecería El principito. En el desierto escribió de noche la fábula más leída del mundo.
El escritor suizo Blaise Cendrars (1887-1961) también cosechó un número infinito de trabajos, y en varios continentes: representante de bisutería en Rusia, fogonero en Pekín, apicultor en Francia, cazador de ballenas en Noruega, saltimbanqui en Londres, figurante de Carmen en Bruselas, en Nueva York, pianista de cine y descargador en los mataderos
Gorki (1868-1936) tampoco lo pasó bien en su búsqueda de pan. Con 11 años entró en una zapatería de señoras, siguió como pinche en un vapor por dos rublos al mes, a los 16 años fue a la universidad y lo compaginaba descargando barcos a las orillas del Volga, o 14 horas en una fábrica de galletas. Y en el justo momento de la historia, cuando todo parecía abocado a repetirse hasta acabar machacado por la rutina de un trabajo devastador, vuelve a aparecer un amigo que anima al escritor a mover sus cuentos. Gorki consigue publicar uno en un periódico, cuando le preguntan cómo firmará recuerda a su cruel abuelo, quien le llamaba "gorki", "amargo". Entonces comenzó la fortuna literaria y dos artículos al día, trabajo en galeras.
Algunos casos sonados, como el de la escritora francesa Colette (1873-1954), utilizaron su fama para hacer crecer una pequeña empresa con la que ganar dinero. En 1932, en plena Depresión, abrió, con casi 60 años, un instituto de belleza, financiado por la princesa de Polignac y por el bajá Al-Glawi y con el apoyo del ministro Maginot. La autora creó polvos y cremas, diseñó hasta el logo de las etiquetas (un dibujo de su perfil), atendió personalmente a los clientes en los grandes almacenes y sucursales que abrió por toda Francia. Pero el instituto de belleza no funcionó.
Jack London (1876-1916) cuando comenzó a escribir se lamentó de que la espalda le dolía tanto como si tuviera reúma. Al escribir a máquina, los brazos le dolían, y la punta de los dedos se le llenaba de heridas. Eran los efectos de una vida llena de empleos infernales: robando ostras en la bahía de San Francisco, repartidor de periódicos, en una fábrica de conservas, fogonero por la noche, cazador de focas en el Ártico, buscador de oro en Klondike, transportando maletas sobre la espalda hasta que acabó convirtiéndose en el escritor mejor pagado de su tiempo.
Boris Vian. La locomotora de la diversión.
Ingeniero de la rama metalúrgica, trabajó en la normalización del vidrio. Su empleo consistía en comparar los méritos respectivos de cientos de botellas para identificar la ideal. Le pagaban 3.500 francos. Deja la empresa para dedicarse a su verdadera pasión durante la Francia de Vichy: el jazz.
Bruce Chatwin. Intuición y buen ojo para el arte.
Bruce había declarado que no quería ir a la universidad; quería ser actor o quizá entrar en el servicio colonial. Pero llegó a la casa de subastas Sotheby's en Nueva York en un momento de expansión. Se convirtió en un experto en impresionismo "en un par de días".
Louis Ferdinand Céline. Médico antes de fanático nazi.
Logró hacer de la profesión médica una prestigiosa empresa internacional: con la Sociedad de las Naciones representó, viajando por medio mundo, la medicina occidental antes de convertirse, en lúgubres barrios de París, en el más cariñoso de los médicos.
Bukowski. Mucho tiempo en "trabajos de mierda".
Antes de dedicarse durante 13 años al servicio postal probó suerte en un sin fin de pequeños "trabajos de mierda", como él mismo decía, donde si duraba más de tres semanas comenzaba a sospechar. Ni siquiera como escritor profesional fue capaz de aceptar su situación laboral: "Es más fácil trabajar en una fábrica".
Saint-Exupéry. Escritor entre vuelo y vuelo.
A los 21 años, Saint-Exupéry obtuvo el título de piloto. "¿Yo escritor? Me lo pregunto; mi verdadero trabajo es pilotar aviones". Pionero de los vuelos transatlánticos y del vuelo nocturno, Saint-Exupéry navegaba a la vista sobre los mapas y no quiso dejar su empleo ni siendo leyenda.
Colette. Encontró la belleza en el negocio.
Colette no practicó otros oficios para mantenerse y escribir. Pero usó su fama literaria para ganar dinero en otros campos. En 1932, en mitad de la Gran Depresión, casi a los 60 años, proyectó fabricar y vender productos de belleza con su nombre. La idea era "barroca", como dijo el hijastro de Colette. La idea fracasó.
Italo Svevo. Huyó de las novelas para trabajar.
Para convertirse en "un buen industrial", se obligó a abandonar las novelas, porque si pensaba una sola frase, ya estaba perdido para la vida activa durante una semana entera. Escribió sobre una tarjeta de visita "comercial" y llegó a ser un gran emprendedor en el sector de las pinturas navales.
Jack London. Doblado por trabajar desde los 10.
En 1897, durante la primera carrera del oro, Jack London desembarcó en Klondike (Alaska), con poco más de 15 años. Aquel invierno vivió en una cabaña abandonada, en medio de los lobos. Transportaba maletas por la nieve. Se quejaría toda su vida de los dolores de espalda.
Raymond Chandler. Una jubilación de oro para Marlowe.
Veinte años antes de crear a Philip Marlowe, la hoja de la vida laboral de Chandler era infinita. Triunfó como contable, empleo al que se dedicó la mayor parte de su tiempo. Se convirtió en un genio de las cuentas y le dejaba tiempo para escribir por las noches. A los 44 años lo jubilaron.
André Malraux. El autor que comía con fontaneros.
El escritor francés André Malraux, cuando era ministro, sólo escribía sus libros de noche, y pensaba que para crear, como para hacer política, era necesario conocer a los hombres. De hecho, no dudaba en reprochar a De Gauller no haber querido "comer con un fontanero" nunca.
Maxim Gorki. El sabor amargo de una familia exigente.
Máximo Gorki era todavía un niño cuando trabajó como descargador en el Volga. Después fue pinche, fogonero, pescador, panadero, 14 horas de cola de noche o de día, en bodegas o salinas calientes. Bastó con el éxito de uno de sus cuentos para colaborar en varios periódicos.
Franz Kafka. Entre los sueños y las frustraciones.
Tenía remordimientos trabajando como agente de seguros. Pensaba en el poeta Paul Adler, que se dedicaba sólo a su vocación, no como él, que naufragaba en una vida de burócratas. Cuando Kafka era más indulgente con el trabajo decía que liberaba al hombre del sueño que lo deslumbra.
George Orwell. Conocer a quien sufre para escribir.
Decidió que si quería convertirse en escritor debía renunciar a todos sus privilegios, coloniales y de clase, y conocer la vida de los marginados. Vendió sus abrigos y vivió heladas entre los vagabundos antes de contactar con militantes socialistas y convertirse en el escritor político de fama.
Dashiell Hammett. Un detective para la novela negra.
Como escribió Raymond Chandler de él: "No sé si tenía especiales miras artísticas. Creo que sólo quería ganarse la vida escribiendo sobre un tema del que tenía información de primera mano", en referencia a su trabajo en una agencia de detectives de Baltimore
¡Felicidades a mi hermana Ruth!
Sabes que siempre te he deseado lo mejor, y en este día no será la excepción. Sé que ya te obsequiaron el mejor de los regalos: el fruto de tu esfuerzo, constancia y disciplina. ¡Felicidades, Ruth! Por todos tus logros, en especial porque has tenido la visión de triunfar por sobre todas las cosas. Gracias por mantenernos a tu lado, y servirte de apoyo con nosotros cuando lo necesitas. Deja de escuchar las voces que te dicen ¡Alto! ¡Ya no sigas!, ten fe en lo que haces, y todo será posible. En lo personal, sabes que te admiro porque me estás enseñando un camino nuevo...el camino de la perseverancia, hay que insistir en la vida para lograr lo que uno quiere.
Espero que este día sea de tu agrado, y como podrás ver, hay mucho qué decir pero ni idea tengo de cómo empezar...Disfruta tu día al máximo, sabes que siempre estaremos contigo, toda la familia.
P. D. Te dejo este mensaje cantado por Fernando Delgadillo
Espero que este día sea de tu agrado, y como podrás ver, hay mucho qué decir pero ni idea tengo de cómo empezar...Disfruta tu día al máximo, sabes que siempre estaremos contigo, toda la familia.
P. D. Te dejo este mensaje cantado por Fernando Delgadillo
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